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lunes, 7 de diciembre de 2015

La doncella única


Hace mucho tiempo, en el reino de Gaethian, nació una doncella única.


La sangre noble del Rey corría por sus venas, y con atuendos nobles se ataviaba para pasear en Palacio.


Cuentan que tal era su hermosura, que desordenaba las estrellas a su paso y hacía palidecer a la luna, arrastrando un aura de luminosidad y esplendor que solo el sol podía igualar. Su cabello era un torrente de luz concentrada, un mar de fuegos fatuos. Sus ojos agridulces ofrecían una gentileza y una frialdad capaz de trastornar a aquel que los miraba, sumiéndolo en la más profunda locura. Su piel de marfil superaba en suavidad al terciopelo de sus vestidos, y sus perfiladas cejas eran arcos bañados en oro.


Entonces, el reino de Gaethian se encontraban en su periodo más esplendoroso: los ríos discurrían radiantes entre elegantes casas de roble y ladrillo rojo; se respiraba paz y alegría en el aire y las flores de los abundantes jardines crecían con más fuerza que nunca.


Aunque la princesa presentaba aquel esplendor enloquecedor, era una persona sorprendentemente solitaria. Se pasaba los días deambulando por Palacio, un impresionante aglutinamiento de torres y cúpulas, cada día con nuevas ampliaciones ahora que el reino se hallaba en auge. Paseaba con taciturnidad entre los pasillos de mármol rosado y recorría los extensos balcones que se extendían hasta el acantilado y daban vistas a la cascada.


Nunca salía de Palacio, para desesperación de los aldeanos y comerciantes que se amontonaban a sus puertas con la esperanza de contemplar aquella belleza estremecedora. Y para desgracia de los centinelas que custodiaban la muralla exterior, con la esperanza de algún día poder abandonar sus puestos y escoltar a la doncella única a sus aposentos. Y para exasperación de los campesinos de las afueras, que sembraban día tras día con más esfuerzo que nunca, aferrándose a la esperanza de algún día llegar a hacerse ricos y casarse con ella.


Cuando se hizo mujer, recibió cientos, si no miles, de cartas con poemas de sus numerosos pretendientes. Asustada, la doncella única las arrojó al suelo y declaró que no quería casarse pese a la insistencia de su padre. Ella quería proseguir con su vida en solitario, sin necesidad de un acompañante que le arrebatara la intimidad.


Pero ya era demasiado tarde: entre dos reinos lejanos, más allá del mar, había estallado una violenta guerra entre dos reyes para obtener su mano. «¡No quiero casarme!» suplicó la doncella única multitud de ocasiones a los sordos oídos de su padre. 


Un año después, llegaron noticias del otro lado del mar sobre los muertos y el caos de la guerra. Hubo más de cuarenta millones de fallecidos en batalla, sin contar las infinitas víctimas del hambre, la crisis y el invierno. En los salvajes bosques llenos de nieve, las bestias se habían vuelto más feroces y solitarias que nunca y el continente entero se arrastraba cuesta abajo por la amargura que tras la guerra, se había instalado en cada uno de sus habitantes.


Mientras tanto y con el fin de detener aquella sucesión interminable de masacres, el Rey había decretado que su hija elegiría el esposo que ella quisiera. Obligó a la doncella única a sentarse en su trono de plata y a oír, impasible, los poemas y las farsas de amor que recitaban sus más de seis mil pretendientes. Algunos enloquecían nada más verla, otros entraban en una fiebre mortal cuando eran rechazados, y otros no perdían las esperanzas y se colaban en sus aposentos por la noche. Pero con el paso del tiempo, el reino de Gaethian también comenzó a perder su antigua riqueza. Cada día llegaban más y más noticias sobre la guerra que se libraba al otro lado del mundo, acompañadas de los múltiples pretendientes que eran rechazados por la princesa todos los días, la cual había declarado públicamente que no se iba a casar pese a la testarudez del rey. Con el paso del tiempo, los hombres más fuertes aceptaron que jamás tomarían la mano de la doncella única e hicieron un esfuerzo titánico para seguir con sus vidas, pero los más débiles cayeron a la enfermedad y la locura, y otros a la obsesión. Pasaban día y noche hablando de ella, de su afelpado cabello y su piel de satén plateado. Y sus respectivas esposas, con el corazón destrozado, se fueron sumiendo paulatinamente en una depresión que les iba cerrando puertas, una tras otra.


Además, la población menguó de manera asombrosa, y los pocos que nacían morían de hambre.


Un año después, cuando finalizó la guerra al otro lado del mundo, aún no había empezado lo peor. El príncipe Doelan había resultado vencedor, y con su porte vanidoso irrumpió en Palacio, sonrió empalagosamente y le tendió la mano a la doncella única, que rechazó por razones obvias. Doelian, paralizado, tardó semanas en asimilarlo y cuando lo hizo, abandonó el trono de su reino para dejarlo en manos del caos.


Pero el remate final llegó tres noches después, en una luna nueva, cuando un joven se coló en los aposentos de la doncella única y comenzó a susurrarle poemas, uno tras otro. En un principio, ella estaba dispuesta a ordenar su decapitación, como habría hecho con todo plebeyo de su calaña que osara tocarla. Pero cuando él clavó en ella sus ojos de lince, amarillos como los de un búho y brillantes como las estrellas, quedó profundamente enamorada.


Se casaron días después y la noticia arrasó el reino entero de la noche a la mañana, hundiéndolo en la más pobre miseria. Cuando los hombres se volvieron sombríos y toscos, las mujeres actuaron y exigieron que se les devolvieran a los maridos, respaldadas por otros hombres más fuertes que habían logrado sobrevivir al hechizo cautivador de la doncella única. Estalló una guerra civil. Nadie sabría decir exactamente a causa de qué: unos hablaban de estafas, otros hablaban de revolución, algunos culpaban a la doncella y otros acusaban al príncipe Doelian por haber arrastrado su estupidez hacia el reino de Gaethian.


Pero a la doncella única nada de eso le importó, porque ya no era una persona solitaria, ni taciturna… por primera vez en mucho tiempo, era feliz.


Ya no paseaba en soledad por los inhóspitos pasillos de Palacio, sino cogida de la mano junto a su querido esposo. Se besaban con fogosidad, sin importarles que medio mundo estuviera pudriéndose por su culpa. Porque ellos, juntos, eran felices. Sus auras se iban entretejiendo hasta convertirse en una sola y la intensa llama del amor iba uniéndolos más que nunca. Era una sensación maravillosa. Un sentimiento que la doncella única no había experimentado nunca. Amaba a aquel hombre, adoraba sus ojos seductores, su ostentosa poesía y sus labios suaves.


No obstante, una mañana, la doncella única encontró en los ojos de su esposo un brillo familiar, un brillo que había visto anteriormente… en la mirada de Doelian, y de cada uno de sus pretendientes.


La doncella sintió que algo le contraía el estómago. Abandonó la cama completamente desnuda, sin importarle que los guardias pudieran verla, y se lanzó a correr a los pasillos de Palacio. Cuando llegó al balcón que daba a la ciudad, una lágrima surcaba su rostro y un poderoso incendio la desgastaba por dentro.


Desde que era niña había sido consciente de que tenía un hechizo, un hechizo muy poderoso capaz de seducir a los hombres más fuertes y someterlos a la esclavitud con una lealtad inquebrantable. Pero nunca le había importado.


Hasta aquel día, cuando confusa se preguntó si su esposo la amaba realmente, o si era preso de su hechizo.


Y eso la hacía llorar. De pronto ya no podía distinguir a sus seres queridos de sus esclavos. En algún punto de su infancia se había convertido en una tirana perversa sin darse cuenta, y eso también la hacía llorar.


Perpleja, contempló su reino, ahora con otros ojos. Las casas destartaladas amenazaban con derrumbarse sobre un río negro como la pez en el que ya nada podía sobrevivir. El viento arrastraba un terrible aroma a corrupción, a polvo y a ceniza. «Porque eso es lo que soy» pensó la doncella. «Polvo y ceniza.»


Volvió a perderse en los pasillos de Palacio hasta llegar a otro balcón muy diferente, el que en su tiempo había dado vista a la cascada que se cernía sobre verdes prados. Ahora, solo caía un torrente de agua con olor a muerte y a pis que ahogaba a las plantas negras y retorcidas que crecían abajo, muy abajo, en el abismo más profundo.


Cuando se subió a la balaustrada, un viento negro le agitó el cabello, marchitando su luz. Se le agrietó la piel y se le endureció la mirada.


Y saltó.



Sabía que era lo mejor.


domingo, 8 de noviembre de 2015

La alargada sombra del titán






Hubo una vez un Titán y sus mil súbditos, y un reino de nieve, y un fuerte huracán.


El Titán era sorprendente. Hacía tambalearse el mundo a cada paso. Su suave piel plateada parecía una ajustada armadura que revestía por completo su cuerpo, una sucesión de reflectantes planchas de plata unidas con una espuma blanca y compacta, suave y consistente. Y cuando el sol brillaba a sus espaldas, se dibujaban irisaciones, pequeños y deformes arcoíris en sus hombros y sus piernas metálicas.


La piel del Titán también era fría. Muy fría. Casi tanto como el eterno desierto de hielo en el que vivía. Cuentan que su aliento era capaz de congelar mares enteros, para colocar sobre ellos sus inmensos pies y resquebrajarlos como el cristal. También dicen que podía producir verdaderas tormentas cuando agitaba sus brazos, y cuando soplaba podía levantar montañas como si fueran hojas mecidas al viento.


No obstante, se sabe muy poco de sus ojos. El Titán era tan alto que pocos han podido verlos y vivir para contarlo. Se dice que eran azules, muy azules, como el hielo. Y sus pupilas, profundas como el abismo, como los rincones más profundos del océano. Unos ojos incisivos y escalofriantes que no todos podían soportar mirar.


En cuanto a sus mil súbditos, de ellos no se sabe prácticamente nada. Todo el mundo entiende que sirven a su Titán, lo defienden contra otros enemigos, lo alimentan, le construyen sus viviendas y se queman entre ellos para calentarlo y protegerlo del frío, no sin antes dejar una nueva generación de mil súbditos.


No obstante, no se sabe gran cosa acerca de su aspecto, pues rara vez han sido vistos, ya que el Titán proyecta una sombra muy larga que los oculta y los ciega, sumiéndolos en una oscuridad perpetua y una servidumbre eterna.


Cuenta la leyenda que en cierta ocasión, uno de ellos abandonó la sombra y vio el mundo por primera vez, y dicen que quedó maravillado con su descubrimiento después de tantos años sumido en el cerrazón.


El Titán, temiendo que los demás pudieran seguir su ejemplo y se rebelaran contra él, lo aplastó con su inmenso pie.


Pero de ahí en adelante, las cosas no marcharon bien para el gigante, pues los demás súbditos empezaron a notar la ausencia de uno de ellos y por las noches, mientras su amo dormía plácidamente, cuchicheaban entre sí hasta que circularon cientos de rumores diferentes sobre un supuesto súbdito desaparecido. Historias discurrieron de unos oídos a otros a una velocidad vertiginosa hasta que quedaron reducidas a leyendas. Leyendas que cautivaron, no obstante, a una gran parte de la nueva generación… hasta que una noche, uno de ellos proclamó: «¿y si pudiéramos abandonar la sombra, tal y como hizo él?» La mitad se rió de él por sus sueños infantiles, pero la otra mitad, cambió ligeramente las tornas del destino. De modo que de los mil nuevos súbditos del Titán, un grupo considerablemente amplio logró escabullirse en una tarde de tormenta. Se unieron en un solo bloque, un solo grupo, y se dispusieron a abandonar lo que hasta entonces habían sido los límites de la existencia. Y descubrieron el mundo. Para ellos fue un duro golpe: nunca habían visto nada más allá de la sombra, así que tardaron en asimilar aquel repentino hallazgo.


El Titán, iracundo, los persiguió y trató de pisotearlos obstinadamente, pero los rebeldes eran tan diminutos comparados con él que no alcanzaba a verlos, y para variar, se hallaban cada vez más dispersos explorando la nueva realidad.


Así que más airado que nunca, rugió. Y su rugido rasgó el mundo como un descomunal trueno que levantó el huracán más feroz que se haya visto nunca, y que destrozó miles de montañas, provocó cruentas tormentas de nieve y los peores terremotos que hayan acechado nunca.


No obstante, las cosas no salieron como esperaba: entre tanto viento, una fuerte ráfaga de nieve cubrió el cielo. Durante unos instantes, la oscuridad engulló el mundo y los quinientos súbditos que el Titán aún conservaba perdieron de vista la sombra, y cuando la nieve descendió, la fría luz solar les golpeó en el rostro, sus corazones se aceleraron y sus estómagos, se contrajeron de ira, pánico y júbilo. Y no dudaron en unirse a los rebeldes.


Su amo los persiguió y persiguió durante días, pero a medida que transcurría el tiempo, se moría de hambre y de frío, ya que no tenía súbditos que lo alimentaran, ni que lo abrigaran, ni que lo protegieran.


Cuentan que con los años, el Titán terminó por fallecer y su cadáver quedó enterrado en la nieve. En cuanto a los súbditos, ahora libres, se dice que formaron una pequeña aldea. Desde entonces carecen de líder y viven en paz, respetándose entre ellos.


También narran que desde entonces, veneran a un héroe anónimo, el primero de ellos que se atrevió a abandonar la sombra y aventurarse en el exterior.



Fuera quien fuese, cambió su pequeño mundo.


domingo, 25 de octubre de 2015

El final del camino





Te veo, pero no puedo alcanzarte.
Percibo tu silueta en el fondo del oscuro sendero, rodeada de gruesos y retorcidos árboles que tienden sus brazos elegantes hacia las alturas. Una bruma gélida y lacerante avanza lentamente entre ellos, como velos plateados que se mezclan en el aire cortante, pero nada es capaz de ocultarte.
Yo permanezco aquí, impotente de no poder acercarme, de no ser capaz de hendir la niebla, romper el silencio y simplemente avanzar. Avanzar a tu lado.
Porque estás tan cerca y a la vez, tan lejos… Anonadado, hago acopio de valor, con el vano fin de dignarme a caminar. Trago saliva hasta que me duele la garganta y entonces, cierro los ojos humedecidos, y sin pararme a pensar, doy un paso hacia delante mientras el corazón me da un vuelco.
Pero entonces, entre la niebla glacial que me rodea se oye un chisporroteo. Y a mi alrededor, de repente todo estalla en llamas. Es un ardor insoportable, que me corroe por dentro. Lenguas de fuego me lamen con ferocidad, chamuscándome la piel y haciéndome imposible caminar…
Desfallecido, doy un paso hacia detrás. El fuego disminuye, pero la neblina afilada se intensifica y cuando me atrevo a seguir retrocediendo, llega un momento en que la sangre se me congela en las venas, se me taponan los oídos, se me nubla la vista y una angustia tenaz me estrangula lentamente, obligándome a caer de rodillas mientras paulatinamente me extingo. No, no puedo: retroceder es aún peor.
Así que vuelvo a enderezarme, regresando al mismo sitio, donde lo único que puedo hacer es mirarte con anhelo, en lo más profundo del sendero, impotente. Una lágrima emborrona la visión, pero sigo contemplándote, estremeciéndome, angustiándome, mirando alrededor y esperando que haya una mera posibilidad de escapar. Pero es imposible: la exuberante vegetación tapona toda salida. Solo me quedan dos opciones, pues. Puedo quedarme toda la vida observándote y ahogándome en la impotencia y la amargura, o caminar hacia delante hasta que las llamas me devoren.
Me vuelvo a dejar caer de rodillas, exhausto. Parece una decisión imposible, pero cuando me vuelvo hacia ti, de pronto lo tengo completamente claro: tengo que hacerlo. Tengo que llegar hasta lo más hondo del bosque. Tengo que atravesar ese sendero, tengo que seguir, seguir hacia delante.
Así que avanzo. Y poco a poco el fuego va engullendo los árboles a mi alrededor. Me consume lentamente, produciéndome un dolor imposible. Nunca me imaginé que pudiera soportar tanto sufrimiento, pero sigo. Sigo hacia delante. Para alcanzarte. Porque es cuanto necesito.
El fuego lo anega todo, una tormenta de oro evanescente, un viento de adrenalina, una fuerza que me comprime por dentro… es fuego, mucho fuego. Pero al fondo de todo, más allá de los efusivos velos dorados que se enroscan entre mis piernas y brazos, más allá de la ola áurea que me arrastra consigo, contemplo tus ojos. Cada vez más cerca, mientras es cada vez más fuerte el incendio que me rodea. 


Más cruento y más letal.
Las lágrimas de mis ojos se evaporan antes de salir. Me estoy quemando. Me estoy pulverizando. Pero sigo. Ya ni siquiera sin pensar en las consecuencias, sin pensar en el sufrimiento, sin pensar en el asfixiante humo… No, de pronto solo puedo pensar en tu peligrosa cercanía. En como tu olor ya se mezcla con el de la ceniza.
Puede que me tiendas la mano, puede que me dejes consumirme lentamente en el fuego. Pero ya no hay marcha atrás. Seguiré hacia delante, lejos, muy lejos, hasta alcanzarte.
Ya no me importa arder. No me importa quemarme.
Solo me importa llegar, impulsado por una tormenta imparable que me revuelve por dentro, nublándome la vista y bloqueándome los sentidos, pero obligándome a correr. A correr sin detenerme. A seguir.

Hasta que alcance el final del camino.