Solo recuerdo vacío.
Un vacío inconmensurable,
simplemente infinito. Un vacío carente de color en el que yo permanecía
suspendida eternalmente. No recuerdo su textura ni su olor. Ni siquiera si
llegué a sentir alguna sensación diferente durante aquellos días interminables.
Simplemente, no recuerdo haber nacido en ningún instante preciso, algún punto
destacable en el flujo del tiempo.
Mi nombre es Dareiel. Custodio
un lago.
Un lago pequeño y oculto en la
espesura, protegido por exuberantes y altos árboles, espesos arbustos de
radiantes flores doradas, ensortijadas enredaderas que medran en los enhiestos
troncos de los robles… Y donde la brisa fresca arrastra consigo un sinfín de
aromas a musgo, hierbas, frutas y miel.
Hermosos ruiseñores entonan
sus melodías al amanecer, cuando en el cielo, violeta, verde y turquesa se
sumen en una cruenta batalla de la que resulta un estallido de color.
En cuanto a las aguas, yacen
siempre sosegadas y reflectantes, lisas como el cristal de un espejo y luciendo
matices verdosos. El suelo es de arena pálida y blanda y en él apenas se
atisban los restos de algunas conchas. Las brisas veraniegas siempre erizan las
intensas hojas verdes y hacen oscilar la superficie del lago, deformando sus
reflejos y convirtiéndolos en un paraíso sin orden que no tarda en recuperar la
rigidez habitual.
Vivo en lo profundo del lago,
guarecida bajo una enorme y delicada caracola blanca plagada de grietas que
hallé semienterrada en la arena. Ignoro cuándo llegué aquí.
Desconozco por completo mi pasado: solo recuerdo vacío.
Mi nombre es Dareiel. Y si hay
algo que sé de mí, es que soy un monstruo. Un monstruo encantador, de los más
bellos, esbeltos y seductores de este mundo ajado. Pero un monstruo.
Soy una mujer, una hija de los
bosques, la última. Soy hermosa, la más bella dama de estos musgosos
santuarios. Mi cabello dorado es una cascada de luz y oro líquido tan suave y
brillante como el terciopelo. Mis ojos son azules, glaciales y sólidos, como la
fina capa de hielo que recubre la superficie del lago en las noches más frías.
Pero cuando la sombra de una sonrisa se asoma a las comisuras de mis labios, no
hay hombre que se me resista.
Así son los humanos: tan
patéticos… sus reyes envían mercenarios a matarme continuamente. Todas las
mañanas aparece alguno en la espesura, encerrado en su pesada y opresiva
armadura, como si ella pudiera protegerlos de mí.
Pero cuando salgo del agua y
muestro mi piel pálida, mi silueta perfectamente tallada, delicada… y les
sonrío, ellos sueltan el arma y se dejan caer de rodillas, musitando cosas
ininteligibles y admirando mi esplendor infalible. Yo les tiendo la mano y
ellos la toman sin rechistar, leyéndome con su mirada escueta y vacía. Siempre
hay alguno que trata de parecer inteligente y me sostiene la mirada, pero no
tardan en rendirse: son fáciles de dominar.
Lenta e inexorablemente, los
conduzco al lago y los voy sumergiendo, enroscando mis piernas entorno a su
cintura. Y percibo su rostro conmovido, apasionado, ansioso. Paulatinamente,
voy despojándolos de la armadura, aunque los más impacientes suelen acelerar el
proceso.
Y una vez los he liberado de
esa protección asfixiante, ellos mismos se arrancan la ropa.
Deposito mis labios húmedos
sobre los hombros y lentamente asciendo hasta el cuello, donde abro la boca
sinuosamente, acaricio su piel con la lengua … y les muerdo con fuerza.
Y mientras me deleito con el
gratificante sabor metálico de la sangre, ellos permanecen quietos, obedientes.
Ni siquiera cuando son conscientes de que los estoy asesinando, de que soy un
monstruo que devora su carne, se rebelan. Porque una vez mi piel ha rozado la
suya, ya no hay vuelta atrás: ellos mismos se han colocado el nudo corredizo
entorno al cuello, han firmado la sentencia, se han prendido fuego en la pira.
Quedan completamente
inmovilizados.
Y cuando mueren entre mis
brazos, cuando termino de degustar su sangre, me retiro a las profundidades del
lago y los dejo flotando rígidamente.
Al anochecer, las aguas de la
superficie comienzan a congelarse, comprimiendo el cadáver, agrietando su piel
marchita y tiesa. Entonces, cuando la luna se hincha en el cielo, el azul
glacial y siniestro que colorea el agua queda reflejado en la arena blanca y la
caracola bajo la que me refugio del frío. Y durante las horas más silenciosas y
apacibles del día, cuando las estrellas brillan en el cielo, el lago adopta un
matiz misterioso, mágico, como si de pronto quedara preso de un poderoso
hechizo paralizador.
Hasta que los primeros rayos
del alba atraviesan el cielo y hienden las aguas del lago, proporcionando una
calidez reconfortante. Lentamente, la superficie se derrite y regresa el dulce
aroma a sandías y otras frutas que penden de los árboles. Las ciruelas parecen
de oro y las naranjas, pequeños soles envueltos en las cortinas verdes de los
árboles.
Y la carne de mi presa se
ablanda como un flan. Es el momento ideal para empezar a comer. Los arrastro al
exterior del lago para no ensuciar sus aguas y desgarro ferozmente la carne con
los colmillos.
Soy capaz de hacer esto y más.
Porque yo fui el objetivo desde el principio. Incluso los elfos dan lástima a
mi lado. Hadas, magos, humanos… no han sido más que ensayos. Yo fui la
intención desde los inicios. Surgí de los bosques, con mayor pureza que las
hadas, mayor majestuosidad que los elfos, mayor fuerza que los magos y mayor
inteligencia que los humanos. Simplemente es así: soy superior.
Ligera como un ala de
mariposa, pero más resistente que una fortaleza de mármol. Bella como una flor
en primavera. Hasta las inquietas golondrinas se posan en las ramas de los
árboles todas las mañanas, para poder contemplar como me baño en las aguas
cristalinas y captar los seductores aromas que desprende mi piel. Las abejas me
escogen antes que a cualquier flor de las más dulces y hermosas, y al
contemplar mi prodigiosa belleza no se atreven ni a rozarme. Los ruiseñores
cantan cuando paso a su lado y callan cuando canto. Los hongos se hinchan, más
vivos, como si quisieran alcanzarme y las ramas crujen en un vano intento de
retorcerse hacia mí.
Soy la criatura perfecta, una
inalcanzable estrella en un cielo oscuro y solitario, el reflejo de la luna en
un mar negro y profundo como la tinta…
Y es así todas las mañanas. Si
hubo algo antes de iniciar esta rutina, hace ya tiempo que se desvaneció en mi
memoria.
Y en uno de estos infinitos
días, me despierta el hedor a humano, capaz de atravesar el agua: nada escapa a
mi agudo olfato. El sol despunta tras las montañas, y sonrío. Esta vez han
llegado pronto. Estos seres son muy obstinados.
Repito el mismo ritual de
siempre: salgo del agua, y sonrío.
Pero esta vez me encuentro con
algo diferente a lo que esperaba. En los ojos de aquel hombre había un atisbo
de inseguridad, cierto, pero al mismo tiempo, de fuerza, de dureza.
–No puedes seducirme– aclaró,
blandiendo su arma con fuerza y movido por una energía imparable–. ¡Soy gay!
Y el hacha cae sobre mí.