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sábado, 1 de agosto de 2015

La dama letal




Solo recuerdo vacío.


Un vacío inconmensurable, simplemente infinito. Un vacío carente de color en el que yo permanecía suspendida eternalmente. No recuerdo su textura ni su olor. Ni siquiera si llegué a sentir alguna sensación diferente durante aquellos días interminables. Simplemente, no recuerdo haber nacido en ningún instante preciso, algún punto destacable en el flujo del tiempo.


Mi nombre es Dareiel. Custodio un lago.


Un lago pequeño y oculto en la espesura, protegido por exuberantes y altos árboles, espesos arbustos de radiantes flores doradas, ensortijadas enredaderas que medran en los enhiestos troncos de los robles… Y donde la brisa fresca arrastra consigo un sinfín de aromas a musgo, hierbas, frutas y miel.



Hermosos ruiseñores entonan sus melodías al amanecer, cuando en el cielo, violeta, verde y turquesa se sumen en una cruenta batalla de la que resulta un estallido de color.


En cuanto a las aguas, yacen siempre sosegadas y reflectantes, lisas como el cristal de un espejo y luciendo matices verdosos. El suelo es de arena pálida y blanda y en él apenas se atisban los restos de algunas conchas. Las brisas veraniegas siempre erizan las intensas hojas verdes y hacen oscilar la superficie del lago, deformando sus reflejos y convirtiéndolos en un paraíso sin orden que no tarda en recuperar la rigidez habitual.


Vivo en lo profundo del lago, guarecida bajo una enorme y delicada caracola blanca plagada de grietas que hallé semienterrada en la arena. Ignoro cuándo llegué aquí. Desconozco por completo mi pasado: solo recuerdo vacío.



Mi nombre es Dareiel. Y si hay algo que sé de mí, es que soy un monstruo. Un monstruo encantador, de los más bellos, esbeltos y seductores de este mundo ajado. Pero un monstruo.


Soy una mujer, una hija de los bosques, la última. Soy hermosa, la más bella dama de estos musgosos santuarios. Mi cabello dorado es una cascada de luz y oro líquido tan suave y brillante como el terciopelo. Mis ojos son azules, glaciales y sólidos, como la fina capa de hielo que recubre la superficie del lago en las noches más frías. Pero cuando la sombra de una sonrisa se asoma a las comisuras de mis labios, no hay hombre que se me resista.


Así son los humanos: tan patéticos… sus reyes envían mercenarios a matarme continuamente. Todas las mañanas aparece alguno en la espesura, encerrado en su pesada y opresiva armadura, como si ella pudiera protegerlos de mí.


Pero cuando salgo del agua y muestro mi piel pálida, mi silueta perfectamente tallada, delicada… y les sonrío, ellos sueltan el arma y se dejan caer de rodillas, musitando cosas ininteligibles y admirando mi esplendor infalible. Yo les tiendo la mano y ellos la toman sin rechistar, leyéndome con su mirada escueta y vacía. Siempre hay alguno que trata de parecer inteligente y me sostiene la mirada, pero no tardan en rendirse: son fáciles de dominar.


Lenta e inexorablemente, los conduzco al lago y los voy sumergiendo, enroscando mis piernas entorno a su cintura. Y percibo su rostro conmovido, apasionado, ansioso. Paulatinamente, voy despojándolos de la armadura, aunque los más impacientes suelen acelerar el proceso.


Y una vez los he liberado de esa protección asfixiante, ellos mismos se arrancan la ropa.


Deposito mis labios húmedos sobre los hombros y lentamente asciendo hasta el cuello, donde abro la boca sinuosamente, acaricio su piel con la lengua … y les muerdo con fuerza.


Y mientras me deleito con el gratificante sabor metálico de la sangre, ellos permanecen quietos, obedientes. Ni siquiera cuando son conscientes de que los estoy asesinando, de que soy un monstruo que devora su carne, se rebelan. Porque una vez mi piel ha rozado la suya, ya no hay vuelta atrás: ellos mismos se han colocado el nudo corredizo entorno al cuello, han firmado la sentencia, se han prendido fuego en la pira.


Quedan completamente inmovilizados.


Y cuando mueren entre mis brazos, cuando termino de degustar su sangre, me retiro a las profundidades del lago y los dejo flotando rígidamente.


Al anochecer, las aguas de la superficie comienzan a congelarse, comprimiendo el cadáver, agrietando su piel marchita y tiesa. Entonces, cuando la luna se hincha en el cielo, el azul glacial y siniestro que colorea el agua queda reflejado en la arena blanca y la caracola bajo la que me refugio del frío. Y durante las horas más silenciosas y apacibles del día, cuando las estrellas brillan en el cielo, el lago adopta un matiz misterioso, mágico, como si de pronto quedara preso de un poderoso  hechizo paralizador.


Hasta que los primeros rayos del alba atraviesan el cielo y hienden las aguas del lago, proporcionando una calidez reconfortante. Lentamente, la superficie se derrite y regresa el dulce aroma a sandías y otras frutas que penden de los árboles. Las ciruelas parecen de oro y las naranjas, pequeños soles envueltos en las cortinas verdes de los árboles.



Y la carne de mi presa se ablanda como un flan. Es el momento ideal para empezar a comer. Los arrastro al exterior del lago para no ensuciar sus aguas y desgarro ferozmente la carne con los colmillos.


Soy capaz de hacer esto y más. Porque yo fui el objetivo desde el principio. Incluso los elfos dan lástima a mi lado. Hadas, magos, humanos… no han sido más que ensayos. Yo fui la intención desde los inicios. Surgí de los bosques, con mayor pureza que las hadas, mayor majestuosidad que los elfos, mayor fuerza que los magos y mayor inteligencia que los humanos. Simplemente es así: soy superior.
Ligera como un ala de mariposa, pero más resistente que una fortaleza de mármol. Bella como una flor en primavera. Hasta las inquietas golondrinas se posan en las ramas de los árboles todas las mañanas, para poder contemplar como me baño en las aguas cristalinas y captar los seductores aromas que desprende mi piel. Las abejas me escogen antes que a cualquier flor de las más dulces y hermosas, y al contemplar mi prodigiosa belleza no se atreven ni a rozarme. Los ruiseñores cantan cuando paso a su lado y callan cuando canto. Los hongos se hinchan, más vivos, como si quisieran alcanzarme y las ramas crujen en un vano intento de retorcerse hacia mí.


Soy la criatura perfecta, una inalcanzable estrella en un cielo oscuro y solitario, el reflejo de la luna en un mar negro y profundo como la tinta…


Y es así todas las mañanas. Si hubo algo antes de iniciar esta rutina, hace ya tiempo que se desvaneció en mi memoria. 


Y en uno de estos infinitos días, me despierta el hedor a humano, capaz de atravesar el agua: nada escapa a mi agudo olfato. El sol despunta tras las montañas, y sonrío. Esta vez han llegado pronto. Estos seres son muy obstinados.


Repito el mismo ritual de siempre: salgo del agua, y sonrío.


Pero esta vez me encuentro con algo diferente a lo que esperaba. En los ojos de aquel hombre había un atisbo de inseguridad, cierto, pero al mismo tiempo, de fuerza, de dureza.
–No puedes seducirme– aclaró, blandiendo su arma con fuerza y movido por una energía imparable–. ¡Soy gay!



Y el hacha cae sobre mí.




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