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sábado, 12 de septiembre de 2015

Las fauces de la luz





Entonces, el mundo era un paraíso. El aire arrastraba consigo el aroma dulzón de las jugosas naranjas; los suelos frescos y atestados de rocío se desplegaban a lo largo de la llanura hasta alcanzar sus invisibles confines, desprendiendo un fuerte olor a hierba; y estaban los hermosos alcornoques, acompañados de robles y álamos… Las abejas iban de flor en flor, emitiendo un tenue y constante zumbido, como un susurro. Y de sus grandes y doradas colmenas se podía recoger la más dulce y exquisita miel. Incluso había pequeñas ardillas rojizas cuyas largas colas se enroscaban entorno a las ramas, por no mencionar las coloridas variedades de pájaros, enfundados en sus trajes de plumas irisadas.


Y luego estaba el río. El río resquebrajaba la llanura con sus aguas cristalinas y sosegadas, donde los peces nadaban, los pájaros bebían y el musgo medraba. Y si había algo capaz de perturbar aquella paz, aquella tranquilidad eternal… era el salto de los salmones que huían del acecho de las majestuosas garzas. Era todo perfecto.


Pero aquella mañana cambió.


Comenzó con un delicado y lejano brote de luz en el horizonte, y que no era el amanecer.
Mi primera reacción fue sentarme sobre las raíces de un gran roble, sobrecogido, y apoyar la espalda en su tronco rugoso. «Ha empezado» comprendí en aquel preciso instante.


Después, todo sucedió muy rápido: la visión de aquellas hermosas cúpulas vegetales y sus abejas, las rocas musgosas, el río, incluso el propio suelo… todo quedó sepultado por la luz.


Un repentino estallido de luminosidad y color, una silente pero intensa tormenta de resplandores, cientos de tonalidades mezcladas, enroscándose y formando tornados de iridiscencia. Un caos lumínico.


No se oía nada. No se veía nada. Solo rayos de luz. Dorados, turquesa, rojos, verdes… luz de todos los colores y ninguno, lo suficientemente intensa para eclipsar cualquier silueta.


Y estaba el dolor. Un dolor que arrancaba alaridos a mi garganta. Un dolor que sentía en cada fibra de mi ser, como cientos de agujas desgarrándome desde dentro. «Es radiación» entendí. Y también comprendí que, al igual que aquellos majestuosos pájaros, los salmones y cualquier otro ser vivo, no tenía escapatoria. «La vida…– pensé, atónito–, tan delicada…» Tanto árboles como animales, quedaron carbonizados. El agua, evaporada. Y el suelo, completamente infértil.



Antes de morir, me dije que jamás entendería para qué sirven las bombas.





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