Tras un muro de cristal,
gélido y diamantino, contemplo el mundo arder hasta los cimientos.
El cielo yace encarnado como
los pétalos de una rosa, y profundos mares de humo lo ahogan sin piedad,
amortiguando sus destrozados gritos de auxilio. Una feroz lluvia de sangre
arrasa la ciudad y la sume en el tormento. Cada instante que pasa, se apaga una
estrella y la luna se torna más tenue. El mundo desbocado se ha convertido en
un infierno fluctuante que se tambalea al son de mil gritos desgarrados.
Desiertos de polvo y ceniza, selvas de escombros, ríos de sangre y voraces
incendios afloran en cada rincón de la ciudad… Todo eso contemplo tras este
muro de cristal. Ya no hay estructura capaz de resistir su propio peso y
todo edificio, puente y casa se derrumba como el carbón. Es el descontrol que
produce la vorágine de la creación, y cuya primera consecuencia es la
destrucción.
«¿Y qué puedo hacer yo?» me
pregunto una y otra vez, mientras en el exterior ya no hay aire limpia y se han
extinguido los bosques. El limpio y diáfano muro de cristal me permite verlo
todo, pero me impide dar un solo paso hacia delante.
Me paraliza. Trato de derribarlo,
de hundirlo, de romper toda barrera y de ser libre para hacer algo. Pero parece
imposible. La angustia y la impotencia oprimen cada vez más, y el corazón me
late desesperadamente. No puedo hacer nada salvo mirar, con esa terrible
sensación en las entrañas.
Porque mientras contemplo
estos paisajes marchitos, aunque nadie lo diría, puedo atisbar otro futuro
posible, una realidad sublime y quimérica despuntando al alba.
Solo necesito romper el muro y
caminar entre los escombros, respirar el aire infectado, escuchar los
estruendos de los edificios derrumbándose y la suave melodía de la decadencia,
fusionarme a la catástrofe bajo el cielo carmesí… y unirme a la solución, para
emerger, germinar… Para reconstruir un nuevo mundo sobre el decrépito cadáver
del anterior.
Pero, ¿qué puedo hacer yo, aquí encerrado, tras un
muro de cristal?
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