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sábado, 26 de septiembre de 2015

Derecho a ser




Entonces era un ser libre.


Para contemplar el mundo con sus ojos y para trazar sus propios senderos. Para entonar sus propias melodías y trepar sus propios acantilados… Para soñar sus propios sueños y para aspirar a todos ellos.


Entonces tenía derecho, y ante todo, derecho a ser.


Pero a nadie le gustó lo que contemplaron sus ojos, ni los senderos que trazó. A nadie le gustaron las melodías que entonó y los acantilados que trepó. A nadie le gustaron los sueños a los que aspiró. Y a nadie le gustó quién era.


Entonces solo quedaba un lugar para él: la cárcel.


Y pronto, se vio encerrado en una habitación oscura. Condenado a la ceguera por toda la eternidad, en medio de ningún sendero, sin ningún sueño al que aspirar… sin entonar más melodía que un silencio acongojado.


Y sin ser.


Las rejas de su prisión individual no dejaban entrar luz alguna, ni melodía alguna. Sus paredes gruesas y húmedas no permitían salir ningún sueño, ni siquiera a los más fuertes.


Las cadenas le entumecían los brazos. Le laceraban las muñecas. Le mordían la piel. El frío se calaba en sus huesos. Atrofiaba sus músculos. Desgastaba su corazón.


Y no podía moverse.


Un carcelero vigilaba su prisión, sin atreverse ni siquiera a atisbar lo que había en su interior, por temor a escuchar de nuevo la melodía del prisionero, a contemplar el reflejo del mundo en sus ojos… por temor a la persona que había sido, y que por ser, había dejado de serlo.


Porque había dejado de serlo.


Al principio se había rebelado, se había retorcido y había luchado. Había tratado de romper las cadenas, tumbar las paredes, trazar sus caminos y ser libre. No obstante, cuando lo consiguió, lo encerraron en una celda de paredes más gruesas y cadenas más resistentes. Y cuando lo logró por segunda y última vez, el carcelero comprendió que no era suficiente.


Y lo inmovilizó. Lo inmovilizó en la postura más incómoda que alguien como él podía soportar por toda la eternidad.


El prisionero, condenado, trató de retorcerse, de rebelarse, de liberarse. Pero el plan del carcelero resultó ser infalible. Pasaron los días, las semanas, los meses, los años… El tiempo le advirtió que se rindiera. Que dejara de luchar por un sueño imposible. Y él lo escuchó y obedeció, resignado. Y olvidó sus sueños, sus melodías y sus caminos. Y se olvidó de sí mismo.


Porque con el tiempo, la costumbre se convierte en asesina y él era de sus víctimas preferidas. No tardó en olvidar lo que suponía la comodidad… y como consecuencia, comenzó a sentirse cómodo.


Aquella tarde, el carcelero comprendió que alguien había muerto.








sábado, 12 de septiembre de 2015

Las fauces de la luz





Entonces, el mundo era un paraíso. El aire arrastraba consigo el aroma dulzón de las jugosas naranjas; los suelos frescos y atestados de rocío se desplegaban a lo largo de la llanura hasta alcanzar sus invisibles confines, desprendiendo un fuerte olor a hierba; y estaban los hermosos alcornoques, acompañados de robles y álamos… Las abejas iban de flor en flor, emitiendo un tenue y constante zumbido, como un susurro. Y de sus grandes y doradas colmenas se podía recoger la más dulce y exquisita miel. Incluso había pequeñas ardillas rojizas cuyas largas colas se enroscaban entorno a las ramas, por no mencionar las coloridas variedades de pájaros, enfundados en sus trajes de plumas irisadas.


Y luego estaba el río. El río resquebrajaba la llanura con sus aguas cristalinas y sosegadas, donde los peces nadaban, los pájaros bebían y el musgo medraba. Y si había algo capaz de perturbar aquella paz, aquella tranquilidad eternal… era el salto de los salmones que huían del acecho de las majestuosas garzas. Era todo perfecto.


Pero aquella mañana cambió.


Comenzó con un delicado y lejano brote de luz en el horizonte, y que no era el amanecer.
Mi primera reacción fue sentarme sobre las raíces de un gran roble, sobrecogido, y apoyar la espalda en su tronco rugoso. «Ha empezado» comprendí en aquel preciso instante.


Después, todo sucedió muy rápido: la visión de aquellas hermosas cúpulas vegetales y sus abejas, las rocas musgosas, el río, incluso el propio suelo… todo quedó sepultado por la luz.


Un repentino estallido de luminosidad y color, una silente pero intensa tormenta de resplandores, cientos de tonalidades mezcladas, enroscándose y formando tornados de iridiscencia. Un caos lumínico.


No se oía nada. No se veía nada. Solo rayos de luz. Dorados, turquesa, rojos, verdes… luz de todos los colores y ninguno, lo suficientemente intensa para eclipsar cualquier silueta.


Y estaba el dolor. Un dolor que arrancaba alaridos a mi garganta. Un dolor que sentía en cada fibra de mi ser, como cientos de agujas desgarrándome desde dentro. «Es radiación» entendí. Y también comprendí que, al igual que aquellos majestuosos pájaros, los salmones y cualquier otro ser vivo, no tenía escapatoria. «La vida…– pensé, atónito–, tan delicada…» Tanto árboles como animales, quedaron carbonizados. El agua, evaporada. Y el suelo, completamente infértil.



Antes de morir, me dije que jamás entendería para qué sirven las bombas.