Hace mucho tiempo, en el reino de Gaethian, nació una doncella
única.
La sangre noble del Rey corría por sus venas, y con atuendos
nobles se ataviaba para pasear en Palacio.
Cuentan que tal era su hermosura, que desordenaba las estrellas a
su paso y hacía palidecer a la luna, arrastrando un aura de luminosidad y
esplendor que solo el sol podía igualar. Su cabello era un torrente de luz
concentrada, un mar de fuegos fatuos. Sus ojos agridulces ofrecían una
gentileza y una frialdad capaz de trastornar a aquel que los miraba, sumiéndolo
en la más profunda locura. Su piel de marfil superaba en suavidad al terciopelo
de sus vestidos, y sus perfiladas cejas eran arcos bañados en oro.
Entonces, el reino de Gaethian se encontraban en su periodo más
esplendoroso: los ríos discurrían radiantes entre elegantes casas de roble y
ladrillo rojo; se respiraba paz y alegría en el aire y las flores de los
abundantes jardines crecían con más fuerza que nunca.
Aunque la princesa presentaba aquel esplendor enloquecedor, era
una persona sorprendentemente solitaria. Se pasaba los días deambulando por
Palacio, un impresionante aglutinamiento de torres y cúpulas, cada día con
nuevas ampliaciones ahora que el reino se hallaba en auge. Paseaba con
taciturnidad entre los pasillos de mármol rosado y recorría los extensos
balcones que se extendían hasta el acantilado y daban vistas a la cascada.
Nunca salía de Palacio, para desesperación de los aldeanos y
comerciantes que se amontonaban a sus puertas con la esperanza de contemplar
aquella belleza estremecedora. Y para desgracia de los centinelas que
custodiaban la muralla exterior, con la esperanza de algún día poder abandonar
sus puestos y escoltar a la doncella única a sus aposentos. Y para exasperación
de los campesinos de las afueras, que sembraban día tras día con más esfuerzo
que nunca, aferrándose a la esperanza de algún día llegar a hacerse ricos y casarse
con ella.
Cuando se hizo mujer, recibió cientos, si no miles, de cartas con
poemas de sus numerosos pretendientes. Asustada, la doncella única las arrojó
al suelo y declaró que no quería casarse pese a la insistencia de su padre. Ella
quería proseguir con su vida en solitario, sin necesidad de un acompañante que
le arrebatara la intimidad.
Pero ya era demasiado tarde: entre dos reinos lejanos, más allá
del mar, había estallado una violenta guerra entre dos reyes para obtener su
mano. «¡No quiero casarme!» suplicó la doncella única multitud de ocasiones a
los sordos oídos de su padre.
Un año después, llegaron noticias del otro lado del mar sobre los
muertos y el caos de la guerra. Hubo más de cuarenta millones de fallecidos en
batalla, sin contar las infinitas víctimas del hambre, la crisis y el invierno.
En los salvajes bosques llenos de nieve, las bestias se habían vuelto más
feroces y solitarias que nunca y el continente entero se arrastraba cuesta
abajo por la amargura que tras la guerra, se había instalado en cada uno de sus
habitantes.
Mientras tanto y con el fin de detener aquella sucesión interminable
de masacres, el Rey había decretado que su hija elegiría el esposo que ella
quisiera. Obligó a la doncella única a sentarse en su trono de plata y a oír,
impasible, los poemas y las farsas de amor que recitaban sus más de seis mil
pretendientes. Algunos enloquecían nada más verla, otros entraban en una fiebre
mortal cuando eran rechazados, y otros no perdían las esperanzas y se colaban en
sus aposentos por la noche. Pero con el paso del tiempo, el reino de Gaethian
también comenzó a perder su antigua riqueza. Cada día llegaban más y más
noticias sobre la guerra que se libraba al otro lado del mundo, acompañadas de
los múltiples pretendientes que eran rechazados por la princesa todos los días,
la cual había declarado públicamente que no se iba a casar pese a la testarudez
del rey. Con el paso del tiempo, los hombres más fuertes aceptaron que jamás
tomarían la mano de la doncella única e hicieron un esfuerzo titánico para
seguir con sus vidas, pero los más débiles cayeron a la enfermedad y la locura,
y otros a la obsesión. Pasaban día y noche hablando de ella, de su afelpado
cabello y su piel de satén plateado. Y sus respectivas esposas, con el corazón
destrozado, se fueron sumiendo paulatinamente en una depresión que les iba
cerrando puertas, una tras otra.
Además, la población menguó de manera asombrosa, y los pocos que
nacían morían de hambre.
Un año después, cuando finalizó la guerra al otro lado del mundo,
aún no había empezado lo peor. El príncipe Doelan había resultado vencedor, y
con su porte vanidoso irrumpió en Palacio, sonrió empalagosamente y le tendió
la mano a la doncella única, que rechazó por razones obvias. Doelian,
paralizado, tardó semanas en asimilarlo y cuando lo hizo, abandonó el trono de
su reino para dejarlo en manos del caos.
Pero el remate final llegó tres noches después, en una luna nueva,
cuando un joven se coló en los aposentos de la doncella única y comenzó a
susurrarle poemas, uno tras otro. En un principio, ella estaba dispuesta a
ordenar su decapitación, como habría hecho con todo plebeyo de su calaña que
osara tocarla. Pero cuando él clavó en ella sus ojos de lince, amarillos como
los de un búho y brillantes como las estrellas, quedó profundamente enamorada.
Se casaron días después y la noticia arrasó el reino entero de la
noche a la mañana, hundiéndolo en la más pobre miseria. Cuando los hombres se
volvieron sombríos y toscos, las mujeres actuaron y exigieron que se les
devolvieran a los maridos, respaldadas por otros hombres más fuertes que habían
logrado sobrevivir al hechizo cautivador de la doncella única. Estalló una
guerra civil. Nadie sabría decir exactamente a causa de qué: unos hablaban de estafas,
otros hablaban de revolución, algunos culpaban a la doncella y otros acusaban
al príncipe Doelian por haber arrastrado su estupidez hacia el reino de
Gaethian.
Pero a la doncella única nada de eso le importó, porque ya no era
una persona solitaria, ni taciturna… por primera vez en mucho tiempo, era
feliz.
Ya no paseaba en soledad por los inhóspitos pasillos de Palacio, sino
cogida de la mano junto a su querido esposo. Se besaban con fogosidad, sin
importarles que medio mundo estuviera pudriéndose por su culpa. Porque ellos,
juntos, eran felices. Sus auras se iban entretejiendo hasta convertirse en una
sola y la intensa llama del amor iba uniéndolos más que nunca. Era una
sensación maravillosa. Un sentimiento que la doncella única no había
experimentado nunca. Amaba a aquel hombre, adoraba sus ojos seductores, su
ostentosa poesía y sus labios suaves.
No obstante, una mañana, la doncella única encontró en los ojos de
su esposo un brillo familiar, un brillo que había visto anteriormente… en la
mirada de Doelian, y de cada uno de sus pretendientes.
La doncella sintió que algo le contraía el estómago. Abandonó la
cama completamente desnuda, sin importarle que los guardias pudieran verla, y
se lanzó a correr a los pasillos de Palacio. Cuando llegó al balcón que daba a
la ciudad, una lágrima surcaba su rostro y un poderoso incendio la desgastaba
por dentro.
Desde que era niña había sido consciente de que tenía un hechizo,
un hechizo muy poderoso capaz de seducir a los hombres más fuertes y someterlos
a la esclavitud con una lealtad inquebrantable. Pero nunca le había importado.
Hasta aquel día, cuando confusa se preguntó si su esposo la amaba
realmente, o si era preso de su hechizo.
Y eso la hacía llorar. De pronto ya no podía distinguir a sus
seres queridos de sus esclavos. En algún punto de su infancia se había
convertido en una tirana perversa sin darse cuenta, y eso también la hacía
llorar.
Perpleja, contempló su reino, ahora con otros ojos. Las casas
destartaladas amenazaban con derrumbarse sobre un río negro como la pez en el
que ya nada podía sobrevivir. El viento arrastraba un terrible aroma a
corrupción, a polvo y a ceniza. «Porque eso es lo que soy» pensó la doncella. «Polvo y ceniza.»
Volvió a perderse en los pasillos de Palacio hasta llegar a otro
balcón muy diferente, el que en su tiempo había dado vista a la cascada que se
cernía sobre verdes prados. Ahora, solo caía un torrente de agua con olor a
muerte y a pis que ahogaba a las plantas negras y retorcidas que crecían abajo,
muy abajo, en el abismo más profundo.
Cuando se subió a la balaustrada, un viento negro le agitó el
cabello, marchitando su luz. Se le agrietó la piel y se le endureció la mirada.
Y saltó.
Sabía que era lo mejor.